William Mulder *
Un libro dio inicio al mormonismo, y los santos de los últimos días, tal como los reformadores ingleses en la época del rey Jacobo (o Santiago, es lo mismo) con su flamante traducción de la Biblia, se convirtieron preeminentemente en un pueblo formado gracias y en torno a un libro.
Ya sea que se lo considere un registro antiguo genuino o un documento contemporáneo, de cualquier manera el Libro de Mormón es algo real como libro y como fuerza. Mark Twain (autor de Las aventuras de Tom Sawyer) lo tildó de ‘cloroformo impreso’, pero desde el principio ese libro ha alimentado la imaginación de muchos y, además de ser una contribución original a la literatura estadounidense, ha sido la fuente de otras incontables contribuciones en todos los niveles: desde los montajes escénicos aficionados sobre el Libro de Mormón producidos por congregaciones locales, hasta productos tan sofisticados como el Book of Mormon Oratorio de Leroy J. Robertson y la heroica figura de Moroni diseñada por Cyrus Dallin que corona el templo de Salt Lake.
El Libro de Mormón ha agregado palabras al idioma (inglés, y de ahí a otras lenguas), le ha puesto puntos nuevos al mapa, que van desde Nueva York hasta Utah con topónimos peculiares, y le ha dado a los creyentes una galería de héroes que rivalizan con los del Antiguo Testamento. También le ha dado a la literatura nacional nativa un nuevo modelo literario: la ‘leyenda nefita’, que hoy día es un tema abordado para disertaciones y tesis de grado en las universidades del mundo.
El uso del libro con propósitos teológicos con frecuencia es sintético: permanece en innumerables hogares mormones sin ser leído; pero su relato y su simbolismo han persistido por más de un siglo para convertirse en una herencia inconsciente, despojada de crítica, a través de muchas generaciones; y ningún escritor que toque el tema mormón puede pasar esto por alto.
Los pioneros y los libros
Es comprensible que el mormonismo, que comenzó con un libro, requiera un seguimiento literario. Quien sea miembro de la iglesia debe ser capaz de leer. Se debe recordar que los santos equiparon a su comunidad ideal no sólo con un templo y un almacén del obispo, sino también con una imprenta; y no sólo nombraron élderes, obispos y maestros como sus oficiales ministrantes, sino también a un impresor oficial de la Iglesia.
Incluso Winter Quarters (el asentamiento más provisional de la historia de la iglesia) tuvo una imprenta donde fue editado lo que se considera el primer producto impreso del lado Oeste del Misisipi: una epístola del Quórum de los Doce a los santos esparcidos. Y un pueblo desarraigado, en su viaje por Iowa y las enormes planicies, llevó consigo el silabario Webster de tapa azul, y escuchaban a sus jóvenes recitar diligentemente sus lecciones entre el polvo de los carros.
Ya establecidos en el valle del Lago Salado, hicieron una solicitud urgente para que el gobierno federal los ayudara con 5 mil dólares para una biblioteca estatal; y en pocos años ya estaban promoviendo liceos e institutos, una Sociedad Polisófica, una Asociación Dramática Deseret, una Sociedad Científica Universal, una Asociación Bibliotecaria y una Academia de Arte.
Literatura en el origen
El mismo José Smith, ya sea que se lo considere el traductor divinamente inspirado o un genio trascendental, fue el producto de un trasfondo cultivado en las letras, tanto en términos de la cultura de la Nueva Inglaterra a la que él tuvo acceso, como la cultura de su propia familia, particularmente del lado materno: su abuelo Solomon Mack había publicado en forma de librito una autobiografía espiritual altamente recomendable.
No sorprende que en torno al Profeta se reunieran lo mismo profesores de escuela que personas con títulos universitarios, hombres talentosos como Oliver Cowdery y Willard Richards, los hermanos Parley y Orson Pratt, Orson Spencer, John Taylor (procedente de Inglaterra y poseedor de una gran cultura literaria), William W. Phelps, Lorenzo Snow y su talentosísima hermana Eliza; oradores persuasivos y escritores prolíficos que fundaron y editaron periódicos muy destacados como el Millenial Star en Inglaterra, el Messenger and Advocate en Kirtland, la Evening and Morning Star en Independence, el Mormon, en Nueva York, el Seer en Washington, la Luminary en St. Louis, el Nauvoo Neighbor y el Times and Seasons en Nauvoo, y el Frontier Guardian en Kanesville.
¿Un legado literario?
No todas esas publicaciones eran brillantes, pero sí eran intrépidas y elocuentes. Su tradición, militante y ambiciosa, persistió en las columnas de los primeros números del Deseret News y en las páginas del Contributor y el Young Woman’s Journal, para finalmente ceder su lugar a la moralina cursi, ese tono tan característico de nuestra época que surgió obligado por la persecusión, y el sueño se derrumbó. Claramente el mormonismo tuvo inicios literarios que desarrollaron una literatura peculiar, un abundante legado olvidado en la mediocridad del actual discurso mormón.
Ese legado debe buscarse en más que sólo las belles lettres (letras bellas); debe ser rescatado y reconocido en los inicios de la literatura, en los crudos materiales de los cuales surgen las letras puras: en una tradición oral de sabrosas anécdotas y leyendas llenas de imaginación, en los sermones coloridos y vigorosos que hicieron del Journal of Discourses una lectura fascinante, en los diarios y las cartas personales que revelan los triunfos y fracasos de las búsquedas espirituales del converso, del inmigrante y del colono, en los himnos que respiraban anhelo y deseo a una voz, expresiones conmovedoras de una fe alimentada por sueños milenarios y nutrida por irrigación.
Estas cosas, si bien pueden clasificarse como subliteratura, llegaron a exhibir más el genio del mormonismo como fuerza y movimiento que los géneros literarios formales arrancados en tres ocasiones de su inspiración original. Es en estos temas y estas formas, en esta literatura naciente, que debemos tratar de encontrar lo que es, o lo que ha sido, el rasgo característico de la literatura mormona y qué puede ser promisorio. Junto al Libro de Mormón en sí, el mormonismo aún no ha producido lo que podría llamarse un ‘clásico religioso’, que al mismo tiempo sea representativo y original, por ejemplo, como la Divina Comedia de Dante lo fue del catolicismo medieval, o el Libro de los mártires de Foxe lo fue de la Reforma protestante.
El mormonismo no tiene unas Florecitas de San Francisco, ni una Imitación de Cristo de Tomás Kempis, ni un Paraíso perdido de John Milton, ni un Progreso del peregrino de Bunyan. El diario de Wilford Woodruff apenas se acerca a John Woolman, el santo cuáquero. Los diaros personales mormones, por coincidencia, son de un género literario primario: William Clayton, Hosea Stout, Charles L. Walker, George A. Smith, John D. Lee, y un sinnúmero de desconocidos.
El diario privado fue el confesionario mormón. Su conversión y todas las obras que la siguieron, eran parte del designio de Dios. La Historia era un desdoblamiento de la voluntad de Dios en la cual, humildemente regocijado, el autor desempeñó una parte, y él registraba las providencias milagrosas de Dios con la busqueda espiritual de los escritores puritanos. El autor del diario veía la mano del Señor en todas las cosas. Su diario era una especie de cuaderno de contabilidad, un minucioso recuento para ser usado en el Día del Juicio. Casi siempre piadoso y didáctico, también era frecuentemente una narración espeluznante y una vívida representación.
Más allá de la introspección, la impresión dominante en los diarios mormones es que las heridas de las penas y la duda sanaban rápidamente: la carne era saludable, la fe triunfaba. Era como si los retratos de caras duras que solían colgar de las paredes del salón pudieran hablar. Los originales vivían: así de cálidamente humana era la caracterización. Si, como nos dice Stephen Vincent Bennet en Western Star, la historia está falsificada por las generalizaciones, y nosotros podemos entenderla solamente cuando nos apercibimos del “diario vivir y morir bajo el sol”, entonces esta subliteratura de diarios mormones, despojada de pretensiones, nos ayudaría a entender la historia. En esos diarios hallamos algo del cotidiano vivir y morir de hombres y mujeres, débiles y valientes.
Hoy en día, en los hogares mormones la tradición del diario ha degenerado hasta ser un sensiblero “Libro de recuerdos”, genealogías y recuerditos personales, que casi siempre parecen museos de instantáneas muertas más que tesoros de experiencias de vida; y aún así el “Libro de recuerdos” largamente preparado por los miembros de la iglesia, es un género literario y, junto a las experiencias misionales y los testimonios orales sobre la fe que compartimos mensualmente, deberían ser respetados como una fuente literaria. Son parte de una rara tradición oral, lo mismo que la rica y muy mormona afición a contar relatos, esa literatura flotante que espera a ser compilada e inmortalizada en la imprenta, una enorme veta de humor y sabiduría popular que está lista para explotarse.
Las formas literarias actuales
Es tentador dar a esta tradición y a los himnos mormones la categoría de géneros literarios, así como a los sermones y a algunos de los célebres folletos defensores de la fe y de los santos; es tentador echar un vistazo a la biografía mormona, a la historiografía mormona y a los estudios académicos mormones para ver en cuántas formas diferentes se ha articulado la cultura. La simple enumeración puede sugerir cuán llenos de vida pueden ser los inicios de la literatura cuando reflejan en forma y en fondo lo que tiene verdadero valor en la experiencia mormona. ¡Cuán vívida y característica permanece esta experiencia cuando es transformada por una visión artística particular, la visión, por ejemplo, del novelista!
Todavía se escriben novelas sobre la experiencia mormona, mucho mejores hoy que los tratamientos morbosos del Estudio en escarlata (la primera aventura de Sherlock Holmes, La vida de la mujer entre los mormones (Maria Ward, 1855) o Los Danitas de la Sierra (Joaquin Miller, 1910). Los títulos de la actualidad sugieren agradecimiento, anhelo, compasión poética: Hijos de Dios, Apenas abajo de los ángeles, El reino apacible, La siega espera, El gigante Josué, por nombrar sólo algunos.
La mayoría de los lectores todavía están a la expectativa, buscando la gran novela mormona, y esa expectativa añade una carga sobre los hombros del narrador mormón, porque lo que él espera sea una obra épica. Bernard DeVoto dice que su novela mormona es por mucho el mejor libro que jamás habrá escrito: Dios, el narrador, creó un mejor relato sobre José y los mormones pioneros de lo que la ficción podría siquiera igualar. Es verdad que la ficción mormona enfrenta dificultades especiales, una de ellas tiene que ver con las creencias, la otra con la técnica.
Dice Don D. Walker: “Para escribir con integridad para lectores que entienden la integridad, los escritores necesitan una tradición, un sistema de valores morales en el que puedan hacer juicios significativos. Necesitan un marco de creencias. Los escritores dentro de la Iglesia aceptan sin más ese marco y no se mortifican en la búsqueda de convicciones, sino que traen firmeza, optimismo, pero a veces también acarrean la simplificación excesiva, ingenuidad e incluso hipocresía. Los escritores de fuera de la Iglesia ven el marco, la tradición predominante, como meramente histórico, y lo encuentran inútil para sus propios términos de discurso. Entre los que se han mudado fuera de Utah existe la idea de que apenas escapan del territorio, ya pueden ser creativamente libres.
”Los escritores de adentro tratan a los pioneros, por ejemplo, con una nula crítica, como si de una raza de gigantes se tratara. Y los escritores de afuera los ven como hombres disminuidos y patéticos. Ambas visiones son falsas. Lo que ambos tipos de escritores deben traer a la narrativa mormona no es la adoración popular ni el descrédito, sino el entendimiento humano, los valores humanos.”
Maurine Whipple (autora de El gigante Josué) ha apuntado que la gente sobre la que escribió eran seres humanos de nacimiento, y santos únicamente por adopción. Entre las decepcionantes simplezas del relato pionero, con sus elementos genuinamente complejos de la poligamia y la orden unida, el escritor tiene el desafío de crear a un pueblo que puede ser entendido y también a mormones que puedan ser entendidos.
Lo que se necesita, probablemente, es un lienzo más pequeño, una perspectiva más sólida, relatos que aporten no tanto el movimiento de la historia como el sentimiento de la experiencia vivida, la experiencia de las cosas vivas, de situaciones muy particulares. Muchos de los que han escrito sobre la poligamia, por ejemplo, nunca han trascendido la orientación social básica, o, yendo más allá, nunca han hallado más que la antigua certidumbre de que las mujeres son seres extremadamente celosos.
La carga de crear literatura mormona reposa en el futuro tan pesadamente sobre el lector como sobre el escritor. Si un vistazo a los aparadores en las librerías locales de la Iglesia nos llenan de consternación y acusamos a los escritores mormones de haber tirado sus plumas para tomar las tijeras y el pegamento, bien podríamos preguntarnos si una lectura hecha con desgano no es también para dar vergüenza.
Una de las mayores amenazas contra el crecimiento de la literatura mormona es lo que podríamos llamar el alfabetismo no educado de los miembros de la Iglesia, que es un peligro mayor que el grosero analfabetismo, porque las mentes adultas que son capaces de crecer, han quedado atrapadas ―bajo el pretexto de la literatura oficial― en el nivel de la lección de la Escuela Dominical y nunca han pasado por la estimulación del escrito elaborado que toda la tradición mormona debió haber ayudado a madurar para este tiempo.
El mormonismo tiene el poder de realizar su propio Christian Century y su Commentary. Decenas de miembros de la Iglesia están escribiendo con destreza en sus campos de especialización, pero la literatura oficial no los reconoce a causa de una amenaza suprema contra el crecimiento literario mormón: la tendencia a otorgar a ciertos textos una autoridad que no les es propia, por mediocres que sean en estilo o espíritu.
El prefacio oficial es fatal para la producción literaria mormona porque reviste a obras indignas con un falso prestigio mientras que, por otro lado, las obras bien trabajadas que no son tan reconocidas quedan sin ser leídas. La literatura debería establecer su propia autoridad. Las mejores revelaciones de José Smith, lingüísticamente hablando, tienen la autoridad de una muy buena literatura; son literatura convertida en autoridad cuando hablan la verdad de un modo inolvidable.
La pieza clave de la autenticidad no es preguntarse “¿Fue inspirado?”, sino “¿Es inspirador?”. En esa célebre colección de sus ensayos, el profesor P. A. Christensen de la Universidad Brigham Young, hace notar cómo “a través de la fácil adquisición de proverbios y epítomes orales, incluso la gente más superficial parece poseer y llevar consigo la sabiduría de las edades”, y cómo “la misma facilidad con la que se instalan en la memoria no precisamente conduce al estudio y la meditación necesarios para aprovechar la sabiduría implícita en ellos”.
Cuando los santos de los últimos días dejen de serlo sólo de dientes para afuera, y se regocijen en lemas como “La gloria de Dios es la inteligencia” y “Creemos en el progreso eterno”, la literatura mormona caminará hacia la promesa de sus notables comienzos, porque los lectores mormones demandarán de los escritores mormones voces auténticas, ya sea en ficción, en historia, en biografía o en folletos misionales. En otras palabras, demandarán la autoridad de un buen escrito y de verdades expresadas de manera memorable.
* Este artículo apareció originalmente con el título “Mormonism and Literature”, en Western Humanities Review 9 (Invierno), 1954-55.

William Mulder (1915-2008) fue profesor de inglés en la Universidad de Utah. Durante sus sabáticos, desarrolló el Centro de Investigación de Estudios Americanos en Hyderabad, India. Es autor de Homeward to Zion (1957), un relato de la migración mormona desde Escandinavia. Con el historiador A. Russell Mortensen editó Among the Mormons: Historic Accounts by Contemporary Observers (1958). Sus artículos célebres incluyen “Nauvoo Observed” ( BYU Studies , 1992), “‘Kindred Spirits’: The American Landscape in Art and Literature, 1820-1850” (Essays in American Studies 1991) y “The Mormons in American History” (Utah Historical Qarterly 1959).
