“Yo no soy nadie para perdonar”

“Sólo Dios puede perdonar, yo no”. ¿Has oído o dicho alguna frase como ésta?

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Cuando hemos sido el blanco de una ofensa, agresión, traición, desengaño, decepción o un simple descuido, la conducta más deseable es que el perpetrador del daño reconozca públicamente su falta y solicite ser disculpado o, dicho de otra forma, que se le otorgue el perdón.

Y entonces nosotros, en calidad de ofendidos, esgrimimos un argumento infantil para retener el perdón y así castigar al agresor el mayor tiempo que sea posible, así él experimentará la incertidumbre y el remordimiento sin fin hasta que esté satisfecha nuestra sed de venganza pasivo-agresiva.

¡Momento! ¿Estoy diciendo que al negarnos a conceder el perdón de modo asertivo es una actitud hostil e inadecuada? Precisamente eso quiero decir. Me parece curioso cómo nos negamos a creer en los designios de Dios por parecernos injustos o absurdos (“Un Dios amoroso no permitiría el hambre en el mundo”, “¿Por qué Dios no impide la muerte de tantos niños en las guerras?”), pero sí respetamos el carácter inapelable de sus juicios cuando decimos “No soy Dios para perdonar, que te perdone Él”.

“Yo perdono, pero no olvido”

Es muy cierto que si una ofensa es muy severa, y sus consecuencias son muy graves, el perdón llegará con muchísima dificultad y después de mucho esfuerzo —especialmente de parte del que perdona—, y quedarán muchas heridas como para olvidarse de lo que ocurrió.

Sin embargo, acéptalo: cualquiera que dice “Perdono, pero no olvido”, en realidad está diciendo de una manera cortés y “educada” algo como esto: “No voy a entregarme a la venganza contra ti, pero lo que has hecho definirá a tu persona en mi percepción para siempre.”

Debemos perdonar

Por mucho que nos cueste entenderlo, el perdón es quizás más necesario para el que perdona que para quien recibe el don de ser perdonado. Me explico: Posiblemente esta sea la mayor de las injusticias en un acto ofensivo, de agresión, traición o decepción: una de las consecuencias de la herida radica en que para sanar, la persona ofendida debe trabajar con más ahínco en perdonar a su agresor para poder sanar lo mejor posible.

Insisto: suena a algo muy injusto, pero ésa es la naturaleza de la ofensa y la necesidad del perdón.

Hace mucho tiempo escuché el recital de un famoso predicador y cantautor cristiano que era muy famoso entre el público hispano de los Estados Unidos. No recuerdo sus palabras exactas, pero sí los principios que enseñaba en su recital. La sección que dedicó al perdón decía más o menos así:

Hay tres niveles de perdón:

Perdonar a Dios. Pareciera absurdo sentirnos ofendidos por Dios como para tener que perdonarlo. Pero es que a veces lo consideramos el responsable de todas las cosas malas que ocurren. Si logramos reconciliarnos con nuestro Padre en los Cielos, y lo liberamos de su culpa, asumiendo que en esta vida las cosas están en manos de todos los que habitamos este mundo, estaremos libres del resentimiento que puede devastarnos.

Perdonar a los demás. Cuenta un relato que un hombre fue llevado a una estación de policía por error, porque se pensó que había robado una moneda. En la estación se aclaró la inocencia del hombre, pero éste quedó tan irritado por el episodio que no escuchó la disculpa que se le ofreció. Comenzó a platicar con cada persona que se encontraba en las calles relatándoles el ultraje del que había sido víctima. El asunto lo obsesionó tanto que perdió la razón. Vivir sin perdonar puede estropear tu vida de un modo incalculable.

Perdonarse a uno mismo. Quizás esta sea una instancia muy poco reconocida del perdón. Todos nos hemos portado mal con alguien en nuestra vida. Y a pesar del tiempo, recordar lo que hicimos nos sigue haciendo sentir terribles. Si hemos sido perdonados por el que recibió nuestra ofensa, no deberíamos seguir enjuiciándonos por ello.

Recuerda: “Aquel que se niega a perdonar, derriba el puente por el cual tendrá que pasar algún día.”